Sería Carl Schmitt de los primeros teóricos políticos en percatarse de que la gente tenía más necesidad de ser reintroducido en el espacio público de las decisiones que de ser representada en el viejo esquema de la democracia decimonónica.  Por eso sería partidario de formas de democracia directa y de que los sufragios fuesen públicos porque la representatividad, de alguna manera, acaba por tergiversar la voluntad inicial de los electores.

De otro lado, es un lugar común hablar de democracia participativa. Concepto que se intenta exprimir desde hace muchos lustros  sin que hasta el momento sepamos exactamente en qué consiste y cual sería su aplicación práctica. Esto es evidente. Son clásicas referencias como las que desde el anarquismo norteamericano hizo Paul Goodman en su obra "New Reformation" (1971) a este concepto de democracia de participación. Sin embargo, nadie ha sido capaz de concretar de manera coherente un "corpus" político y jurídico suficientemente estable y mucho menos, defenderlo hasta sus últimas consecuencias en el ámbito de la política concreta del día a día.

Por otra parte, resulta evidente que los nuevos retos del futuro exigen respuestas constantes e inmediatas en este presente endiabladamente revolucionado. Los viejos mecanismos de la democracia parlamentaria, creados en una fina evolución a través de los dos pasados siglos no cubren con la debida celeridad la necesidad de respuesta de los problemas actuales. La velocidad a la que suceden muchos de los acontecimientos de nuestra vida cotidiana resquebraja los resortes de las instituciones políticas tradicionales.

A los poderes públicos cada día que pase les cuesta más seguir de cerca la realidad y afrontar los nuevos retos a tiempo de solucionar los problemas que muchas veces conllevan estas nuevas situaciones. El desarrollo tecnológico y especialmente el de las tecnologías de la información y las comunicaciones hace caducar de manera constante los mecanismos que tenían articulados hasta hace poco a muchos de los problemas cotidianos. Y es que conforme pasa el tiempo se necesita más premura a la hora de dar contestación a la nuevas problemáticas que entrañan muchas de las nuevas realidades a las que nos enfrentamos como sociedad en esta actualidad que vivimos.

Citemos algunos casos de rabiosa actualidad. A modo de ejemplo, el uso de la figura del Real Decreto-ley, previsto para casos de extraordinaria y urgente necesidad, se ha convertido en esta período pandémico en el recurso ordinario de legislación estatal cuando la urgencia viene desmentida por el hecho de que se siguen dictan pasado más de un año desde el inicio del confinamiento. Mas no nos engañemos, la utilización indiscriminada de la institución jurídica  del Real Decreto-ley venía de lejos, auspiciada por gobiernos de uno u otro signo para soslayar de alguna manera la precariedad de las mayorías parlamentarias que les venían sosteniendo. De hecho, corrían el riesgo de que la oposición acabase por imponer un programa normativo distinto del sostenido por el Gobierno. Ante esta anómala situación, el Tribunal Constitucional ya ha advertido al Gobierno que legislar mediante decretazos no es ninguna opción (https://www.elconfidencial.com/espana/2021-05-14/constitucional-decreto-ley-covid-urgencia_3079768/).

De igual manera extender un estado de alarma durante un período de seis meses tampoco parece muy ortodoxo y acorde con el espíritu que seguramente imbuyó la redacción del artículo 116 de la Constitución que citaba expresamente un plazo de 15 días. Pero precisamente esto es lo que hizo el Real Decreto 956/2020, de 3 de noviembre, por el que se prorroga el estado de alarma declarado por el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre. Sin embargo, la posibilidad de que el Gobierno se llevase un varapalo parlamentario en alguna de sus prórrogas les convenció de que era necesario retorcer de alguna medida el espíritu de la norma para evitar tal eventualidad. Vulneración que fue acreedora del reproche del Tribunal Constitucional en su Sentencia 148/2021, de 14 de julio de 2021 que recriminó el proceder del Gobierno de España por no ser acorde con lo establecido en nuestra Carta Magna.

Estos son solo dos ejemplos de cómo las viejas instituciones del pasado no sirven para acomodarse a una realidad día a día más compleja que exige, al mismo tiempo que procurar un alto grado de eficacia a la hora de encarar los nuevos retos que se van planteando, una escrupulosa observancia de los derechos de los ciudadanos y de las reglas de expresión de la soberanía popular. Este es, sin lugar a dudas, la cuestión a resolver de cara al futuro: conjugar la celeridad en la adopción de decisiones con la necesaria observancia de las reglas de legalidad y con el necesario engarce con la legitimidad de la voluntad mayoritaria expresada en mecanismos democráticos. Lo contrario inspira la sospecha de que finalmente los intereses que atienden los representantes son distintos de aquellos que les llevaron a los cargos que ostentan.

Y en este punto podemos sacar a colación otra cuestión: los famosos fondos de resiliencia para hacer frente a las consecuencias económicas del Coronavirus. La legislación que aprueba de urgencia el Gobierno y la que pretende consolidar en el ordenamiento jurídico parte del espíritu de sortear muchos de los mecanismos de control económico - financiero que prevé nuestro sistema administrativo. Los controles e intervenciones están para que los gastos públicos se efectúen en condiciones de eficacia, eficiencia y legalidad y no tiene mucho sentido que el mayor aporte de fondos de la historia reciente de España se escape a ellos.

Otra cuestión espinosa es la atinente al mandato imperativo que explícitamente resulta prohibido por casi todas las Constituciones de nuestro entorno. ¿Por qué será? Cae sobre el sistema la sospecha de que lo se busca realmente es que la voluntad de los representados sea tergiversada en manos de sus "legítimos" representantes políticos, sus componendas y las presiones de los intereses económicos a las que por norma general sucumben. La política de los chanchullos y las componendas entre bambalinas. No estaría de más que los diputados y senadores se comprometieran fehacientemente a seguir unos determinados planteamientos validos como compromisos ineludibles ante sus votantes. No sería descartable, de esta manera, que lo hicieran ante Notario, como algún candidato ya ha ensayado. Pero lo más democrático sería que el contrato de mandato y representación que liga al elector con el elegido fuese lo más restrictivo posible para salvaguardar los legítimos derechos del pueblo delegante y representado.

Por otra parte, nuestro sistema político se dota en el artículo 92 de nuestra Constitución de una poderosa herramienta de participación ciudadana como es la del referéndum. Sin embargo, este mecanismo no se ha usado apena en nuestro país y cuando se ha hecho ha sido un mero paripé con poco sentido. De hecho, el promotor del referéndum más nítidamente pertinente de nuestra reciente Historia, Felipe González, no se harta de decir que convocar la consulta sobre nuestra permanencia en la OTAN fue uno de los mayores errores de su carrera política. Algo falla cuando nuestro ordenamiento político le da tan poca importancia a este instrumento de eficaz participación ciudadana. Una desconfianza sobre nuestra capacidad de autogobernarnos late en esta falta de utilización de la vía de la consulta por medio de referéndum.

Por todo ello, no podemos por menos que denunciar el escaso interés de la clase política española por dar voz a quienes carecen de ella, a pesar de detentar plena legitimación para participar directamente en todos aquellos asuntos que les conciernen y a pesar de que este derecho conste nítidamente expresado en el artículo 23 de nuestra Constitución, que no descarta la intervención directa de la ciudadanía. Desde luego, como no podía ser de otra manera, existen evidentes limitaciones tales como el respeto a la legalidad o la dificultad técnica, pero también es cierto que nos percatamos de amplios campos de actuación sobre los que los españoles podríamos ser consultados y nunca lo somos. Ejemplos de los primeros, no puede someterse a referéndum la independencia de Cataluña, porque va contra nuestro ordenamiento constitucional como tampoco consultarse cuestiones difícilmente comprensibles por una ciudadanía lega en muchos temas técnicos, tales como los científicos, los médicos o los financieros más inescrutables. Pero, por el contrario, no hubiera estado de más someter a nuestra soberana consideración cuestiones como las de los matrimonios del mismo sexo, la ampliación del aborto, la introducción de la eutanasia o nuestra entrada en la moneda única europea.

Cuestión distinta es la que se refiere a la adopción de medios técnicos a la hora de facilitar la participación libre de los ciudadanos en la toma u orientación de las decisiones políticas. Ya no sirve de pretexto la dificultad a la hora de palpar el sentir de la ciudadanía. En estos momentos, a través de las redes sociales o mediante otros medios, se puede conseguir casi de manera inmediata testar la temperatura de la opinión pública. En Suiza se ha hecho tradicionalmente y ello no ha impedido desterrar toda forma de demagogia en la respuesta ciudadana. Los suizos han sido capaces de votar en plebiscito en contra de bajadas de impuestos cuando ello ponía en peligro la sanidad de sus cuentas públicas. Además, fórmulas de consulta mediante medios telemáticos han sido ensayadas con éxito a la hora de dar publicidad y transparencia a algunos proyectos, como fue el caso de las obras de reforma de la Plaza de España de Madrid, e incluso admitiendo que la ciudanía aportase ideas y opiniones al respecto. Trámites de información pública ya están presentes en multitud de procedimientos administrativos, de lo que se trataría ahora sería de instituirlos como la regla general y dotarlos de mayor peso para los directivos públicos, trasladando su campo de utilización al propio de la decisión política “strictu sensu”.

Otra posibilidad relevante a tomar en consideración nos parece la posibilidad del sistema político norteamericano de mecanismos revocatorios del mandato político, que ha sido imitada por la cuestionada Venezuela chavista. Se podría aplicar a distintos cargos públicos, tales como diputados, senadores, alcaldes o presidentes de ejecutivos siempre que se su elección fuese directa. Si la forma de actuar de nuestro alcalde entra en contradicción con el sentir generalizado de una población, no sería necesario esperar a que finalizase su mandato. Un grupo de ciudadanos electores podría instar una iniciativa de destitución que se podría tramitar y validar de manera informática y que daría lugar a la censura del cargo público, el inicio del mecanismo previsto para su sustitución o la apertura de un nuevo proceso electoral llegado el caso. A estas soluciones se le podrían oponer especiales requerimientos, como podría ser el caso de exigir una mayoría de los electores del ámbito correspondiente o la adhesión a un candidato alternativo, para evitar que sirviesen de ariete para buscar sin más la inestabilidad del sistema. Pero establecer esta posibilidad no nos parece una mala idea en absoluto. Es un aspecto más a experimentar y a buen seguro que nos reportaría importantes avances en la participación y en la rendición de cuentas de nuestros dirigentes públicos.

En resumen, no nos parece descabellado que se fomenten en estos momentos fórmulas de decisión política que aúnen la necesaria celeridad a la hora de responder a los problemas sociales y económicos con un aumento del poder de decisión directa de los ciudadanos. Y es que el futuro necesariamente se tendrá que parecer mucho a esto cuando consigamos que la clase política se desprenda de su privilegiada posición de dominio y el pueblo instruido y activamente comprometido decida tomar las riendas de su propio futuro. La tecnología cada vez hace más posible cosas que hace bien poco nos parecerían quimeras.

¿No decimos que vivimos en una aldea global? ¿No sería lo suyo de que las decisiones de sus barrios, las naciones,  las tomaran directamente sus vecinos? Con ello conseguiríamos muchas cosas de provecho, tales como alejar el nepotismo, la corrupción, el oscurantismo y el privilegio de los que hasta el momento nos han gobernado. Será el momento de asumir de manera responsable un verdadero protagonismo en eso que muchos gustan de llamar "demos". Es cierto, que la libertad verdadera implica altas dosis de responsabilidad. Pero llegado será el momento en el que una ciudadanía mediamente versada en todo aquello que le afecta y con un alto sentido de comunidad pudiera hacerse cargo del manejo de los asuntos públicos de una manera más directa y decidida. Todo ello para evitar que se cumpla el aciago presagio de Paul Valéry para quien la política no era otra cosa que el arte de evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen.

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