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Los españoles hablaron en esta canícula de 2023. El Partido Popular ganó las elecciones al Partido Socialista, pero nuestra extraña mecánica electoral ha hecho que por una mínima diferencia de unos cinco escaños, la inequívoca voluntad de cambio del pueblo no llegara a materializarse en la formación de un gobierno posible mínimamente estable. La tranquilidad prometida del galleguismo de centro se convirtió en más de lo mismo.

El Sanchismo está agonizante… Ni siquiera sus sospechosos habituales, los cómplices con lo que ha pergeñado sus funestas quinielas parlamentarias, han conseguido levantar cabeza. Solamente los de Bildu han conseguido mejorar sus resultados y crecer, escupiéndonos sobre la cara la inefable realidad de que la violencia arroja un inequívoco rédito político. Mal ejemplo para nuestra prole.

La movilización alrededor de las grandes falsedades del Sanchismo, que viene una derecha que va a detraer derechos a mujeres y homosexuales, ha acabado por evitar lo que hubiera sido deseable: la desaparición de una izquierda en proceso de radicalización al servicio de las grandes causas del globalismo disolvente de vínculos y certezas. Como si de la noche a la mañana, nadie pudiera derribar el concienzudo andamiaje construido en España para hacer de nuestro país un territorio demográficamente insostenible.

Como guinda del pastel, la gobernabilidad de la nación más antigua del mundo la tiene en sus manos el fugado Puigdemont. España a la deriva en manos de una personalidad diletante y errática. Un nuevo pulso al Estado se atisba por el horizonte. Una extradición que se nos antoja ciertamente problemática y en la que lo único que nos vamos a dejar por el camino va a ser nada más y nada menos que la credibilidad de nuestras instituciones.

En España se debate mucho sobre la necesidad de un cambio de régimen electoral, pero nunca nadie en ningún momento emprende una labor que bien podría socavar la fuente de su poder. Esta es la realidad. Los que se benefician de sus complejidades nunca van a arrojar simplicidad y practicidad sobre el sistema. La Constitución y la subsiguiente legislación electoral lo único que propusieron fue un cambio de cromos en el que las diversas tendencias políticas hicieran valer sus apoyos.

El problema es que quien tiene siempre los mejores cromos son precisamente los que quieren destruir España. Es el sino de nuestra patria consagrado en un sistema que se autodestruye a sí mismo. En unas elecciones se deben dilucidar dos cuestiones totalmente distintas, la identidad del liderazgo político  y la representación de la ciudadanía. Mezclar ambas cosas es un error. Hoy en día, guste o no, el liderazgo lo ejerce el líder del PP. Sin embargo, la sobrerrepresentación de los separatismos producirá que el presidente actual prolongue su agonía durante unos meses más, algo totalmente predecible si nos atenemos a la personalidad de quien viene rigiendo los destinos de España desde el año 2018.

Probablemente, la solución final nos la dará la maquinaria interna de los dos grandes partidos y la batalla final se materialice tarde o temprano en una nueva convocatoria electoral. Mientras tanto, los españoles seguiremos observando el panorama como auténticos convidados de piedra de un drama que acabará por socavar nuestro bienestar e independencia.


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