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El primer martes del mes de noviembre, cada cuatro años, se celebran las elecciones presidenciales de Estados Unidos. El próximo 5 de noviembre los norteamericanos se tendrán que decantar por el ex Presidente Donald Trump o por la actual Vicepresidenta Kamala Harris. Dos modelos antagónicos tendrán ocasión de medir sus fuerzas a través de este edulcorado método de recibir apoyos a través del depósito de papeletas en urnas de variada forma.

Adentrándonos en el proceloso intento de pronosticar algún tipo de resultado, podríamos aventurar una victoria de los demócratas en lo que al voto directo popular se refiere. Sin embargo, en su sistema electoral lo que realmente tiene incidencia es el reparto de estos votos a largo de sus distritos electorales, esto es, los Estados de la Unión. Aquí vale más cómo se repartan estos votos y especialmente, en aquellos lugares en los que la ciencia demoscópica considera que se puede dar con cierta facilidad un resultado u otro.

Traducido, las elecciones norteamericanas se dilucidarán en un puñado de Estados denominados en inglés “swing states” en los que ambos candidatos puedan razonablemente alzarse con la victoria. Y aquí es dónde se residencian las posibilidades de que el candidato republicano se alce con la victoria. De hecho, nos aventuramos a pronosticar, en segundo lugar, que en estas circunscripciones el voto popular le otorgue el triunfo a Trump.

Sin embargo, no podemos olvidar que a diferencia de otros sistemas, como el nuestro, el sistema de escrutinio y votación en los Estados Unidos no es uniforme ni estandarizado. Cada Estado e incluso cada condado o municipio cuentan los votos como buenamente pueden. Incluso el modo de registro previo para poder participar en los comicios es muy irregular. Ambas características, sazonadas por la importancia del voto por Estados y no nacional, implican inexorablemente que se puedan dar en las elecciones presidenciales de Estados Unidos muchas irregularidades y fraudes. Es la vulnerabilidad de su sistema.

Por todo ello, no se puede descartar tan a la ligera las reclamaciones de fraude que hizo Trump en el año 2020 porque de ninguna manera se puede obviar que en las elecciones del año 1999 precisamente estas fallas del sistema se pusieron sobre la mesa en la elección de George W. Bush como 41º Presidente de los Estados Unidos y porque cualquier que hubiera estado pendiente de manera telemática del recuento de votos aquella jornada puede aseverar que se produjo un parón en el mismo durante varias horas para acabar decantando a favor de Biden distritos que con anterioridad registraban una victoria holgada de Trump.

Sin embargo, salga lo que salga de las urnas en esa jornada electoral, el Trumpismo como ideología habrá triunfado y lo habrá hecho como en las últimas legislativas francesas quien realmente ganó fue el Lepenismo y como en las de Austria ganó el FPÖ. ¿Y por qué sucede tal cosa? Pues básicamente, porque lo único que puede parar estos movimientos populistas de derecha es la unión de elementos dispares y antagónicos de la izquierda, el centro y la derecha y a largo plaza de estas inverosímiles coaliciones no puede surgir nada coherente. Esto lo tenemos que tener claro.

Por eso, no son pocos los dirigentes del “establishment” republicano que apoyan sin complejos la candidatura de Harris, como hicieron en el pasado con Biden, porque lo único que les mueve es meramente frenar al fenómeno de Trump. El último, uno de los principales “señores de la Guerra” de los Estados Unidos, nada más y nada menos que Dick Cheney. Y ¿qué sucederá cuando como marca la ley política del péndulo los gobiernos fracasen? Pues que estas uniones incoherentes “contra natura” serán sustituidas por la alternativa populista que se ha estado evitando durante tanto tiempo. Estas coaliciones temporales de políticos del sistema, lo único que aportan es el vano intento de frenar lo que de fenómeno irresistible e imparable supone el Trumpismo en Estados Unidos o los similares fenómenos populistas del mundo entero, pero sin construir una alternativa viable a largo plazo. Esto resulta evidente. Las coaliciones anti – populismo sirven para preservar los intereses de las élites globalistas a corto plazo, pero no suponen ningún tipo de solución a largo.

Por ello, y recapitulando ¿Por qué pensamos que pase lo que pase Trump habrá ganado? Pues porque su mensaje habrá calado irremediablemente en la sociedad norteamericana. Y lo ha hecho porque ha tenido la virtud de saber canalizar las legítimas demandas del noble pueblo llano de los Estados Unidos, sus carencias, sus frustraciones y sus desvelos. Habrá canalizada en una forma política coherente lo que no son más que emociones de desengaño y malestar que compartimos muchos otros ciudadanos de muchas otras naciones en el mundo. Una parte de los votantes republicanos se decantarán por Kamala Harris en pos de la moderación, pero pronto se sentirán hondamente decepcionados si esta candidata implanta su agenda globalista, disolvente y “woke”.

¿Cuáles serían estas emociones tan potentes y determinantes que movilizan una parte de la sociedad norteamericana? ¿Qué es lo que le quita el sueño a la parte más consciente de cada una de nuestras sociedades? ¿Sería posible hacer un diagnóstico simple de tal cosa? Desde nuestro punto de vista sí, porque en el fondo somos partícipes de las mismas inquietudes que afectan al pueblo porque somos parte de él. Y es que el mal de muchos de los pueblos de muchos países de nuestro entorno se produce desde el mismo momento en que somos conscientes de que en el plan de las élites globalistas que rigen el mundo está el designio de que muchas de nuestras naciones se conviertan en irrelevantes.

Irrelevantes desde un punto de vista político, despojando a nuestras naciones de todo atisbo de soberanía en favor de unas organizaciones internacionales que las manejen de acuerdo con los intereses de quienes las tienen en nómica, que no son precisamente las masas populares, sino los grandes intereses de las corporaciones privadas y quienes se encuentran realmente detrás de las mismas, muchas veces apenas un grupo de clanes familiares. Algo que no constituye ninguna novedad en nuestra común historia. Sin embargo, lo que si resultaría novedoso es que en esta maquinación también se nos quiere llevar a la irrelevancia económica e industrial. Los intereses corporativos pretenden que españoles, franceses, norteamericanos o alemanes dejamos de ser quienes produzcamos industrial o agrariamente los bienes que consumamos, que sean otros los que marquen el liderazgo en esta cuestión. Esto está pasando delante de nuestras narices desde hace ya varias décadas.

Por eso, aplaudimos el hecho de comprobar que cada día más gente se resiste a la idea de que su mundo tenga que extinguirse. Apoyamos aquellos que reivindican conservar su propia identidad frente a un mundo global que pretende la disolución de todo el rango de la diversidad humana en una sola categoría sin vínculos ni personalidad. Observamos con simpatía cómo muchas naciones se resisten con armas y bagajes a su propia extinción.

¿Se podría poner un ejemplo práctico de todo esto? Pues muy fácil. Lo podemos encontrar en quien no es sino uno de los primeros apoyos y valedores de la filosofía trumpiana: Elon Musk. Multimillonario que no se resiste a que los Estados Unidos, su país de adopción, pierdan dos particulares batallas: la espacial y la industrial. En el primer ámbito, no parará hasta programar viajes a marte o a la luna y se encuentra poniendo toda la carne en el asador para que tal cosa suceda. Este octubre ha conseguido ya asombrar al mundo entero al conseguir a la primera poner en marcha un cohete espacial sumamente potente y plenamente sostenible, al ser totalmente reutilizable, para delicia de los profetas de la lucha contra el cambio climático y de la eficiente explotación de los recursos naturales.

Respecto de la reindustrialización de Norteamérica, ya ha avanzado de igual manera exitosa en uno de sus proyectos estrellas. Y es que aunque pueda pasar desapercibida la hazaña de Musk, no deberíamos olvidar que con su marca de automóviles Tesla ha conseguido algún que otro hito de vital importancia en la historia reciente de la industria del automóvil de su país de acogida. Con esta marca, los Estados Unidos han conseguido volver a ser exportadores de vehículos a motor “eléctrico” y probablemente por primera vez en su historia han conseguido un éxito de ventas mundial con un modelo global, parcialmente fabricado en Norteamérica y  destinado al mercando internacional. Elon Musk ha conseguido lo que pocas veces había conseguido un producto de la industria del automóvil norteamericana: vender un mismo producto en los cinco continentes. Todo ello a pesar del evidente límite de su elevado precio.

Por ello, decimos que Trump ya ha ganado. Porque por encima de las diferencias políticas y lo acertado que consideremos su peculiar estilo de comunicar y de estar en político, el ex Presidente de Estados Unidos ha conseguido que muchos ciudadanos de su país estén dispuestos a enfrentarse al derrotismo y no se resistan a que el papel de la otrora superpotencia mundial se vaya extinguiendo como si se tratara de un llama menguante. Esto es con lo que nos quedamos porque es precisamente lo que queremos para nuestra nación, que nunca se rinda.

Y es que desde Defensa Social, queremos que España vuelva a recuperar una mirada optimista hacia su futuro y que recupere un sentimiento de orgullo hacia todo aquello que hemos conseguido juntos e igualmente en relación con lo que a buen seguro podríamos alcanzar de actuar de consuno como un solo pueblo para su consecución. Por ello, consideremos imprescindible que nuestra nación no renuncie a competir en un mundo que necesariamente será global, pero que no irremediablemente tendrá que estar regido por estas tendencias globalistas tan sumamente perniciosas para la identidad de los pueblos.

España no puede renunciar, sin más, a toda forma de industrialización. Tampoco puede echar por tierra un sector agropecuario de secular memoria. Y todo esto lo podemos predicar de todo sector de producción económica o cultural No podemos volver a entonar la letanía noventayochista del “que inventen otros”. No nos podemos acomodar en la resignación de acomodarnos a altas tasas de paro, salarios bajos y puestos de trabajo precarios porque de todo esto dependen luego las posibilidades que tengamos de construir servicios públicos de calidad. Tenemos que volver a ser un país que tenga la ambición de buscar el bienestar y la protección social avanzada. No nos podemos resignar nunca. España tiene que volver a soñar con un futuro mejor.


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